Arte, Economía y Sociedad
Buscando una visión crítica
miércoles, 26 de junio de 2013
Agrotóxicos = agroquímios
Durante esa tarde de abril, hace más de un año, Silvia había oído ruidos de máquinas que iban y venían a metros de la escuela. Es casi normal, tanto en esta institución, como en muchas otras del interior profundo que están rodeadas de plantaciones de soja.
lunes, 24 de junio de 2013
¿Qué hacer con las materias primas?
COMMODITIES Y ESTRATEGIAS DE DESARROLLO
¿Qué hacer con las materias primas?
Por Nicolás Tereschuk*
En un contexto de boom de precios y creciente resistencia social, los gobiernos de izquierda de América Latina impulsan y regulan las actividades extractivas. Pero no hay un programa único y cada país tiene su propia hoja de ruta.
Las palabras de ambos líderes pueden servir como muestra de algunos procesos políticos y económicos en marcha en los gobiernos pos-neoliberales de América Latina. Para comenzar a caracterizarlos resultan interesantes algunas definiciones de Eduardo Gudynas, investigador del Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES) de Montevideo. Este especialista define, por un lado, un “extractivismo clásico”, que es el que caracterizó a décadas anteriores y que ahora desarrollan los gobiernos más orientados al centroderecha en la región, como los de Colombia durante las gestiones de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos y el de Perú durante el mandato de Alan García. En este modelo, el papel principal lo cumplen las empresas transnacionales, el Estado es funcional a esa transnacionalización y los controles y regulaciones son acotados. Esto incluye la imposición de regalías y tributos bajos con la idea de que el esquema genere crecimiento económico y “derrames” hacia al resto de la sociedad. Se suma a ello la estrategia de minimizar, negar o reprimir las protestas que surgen contra los impactos sociales y ambientales de la explotación (2).
Gudynas, crítico de la explotación de recursos naturales tal como se ha planteado en la última década en América Latina, advierte de todos modos que las estrategias adoptadas por los gobiernos progresistas de la región no se ajustan al modelo anterior. Surge entonces un “neoextractivismo”.
Bajo este esquema, si bien se mantiene y hasta se profundiza la extracción minera, petrolera y de monocultivos de exportación, con los consiguientes impactos ambientales y sociales, aparecen elementos nuevos. El Estado pasa a jugar un papel mucho más activo. Se producen nacionalizaciones de los recursos o se interviene en los mercados por distintas vías. En un contexto en el que se buscan actividades que apunten a la maximización de la renta y la externalización de los impactos sociales y ambientales, el modo de vincularse con el empresariado transnacional se modifica. Aparecen modos de asociación diferentes, como joint-ventures, y se imponen regalías y tributos más altos. Así, aunque se mantiene una inserción internacional subordinada a la globalización en la que los países son tomadores de precios, el Estado capta una mayor porción del excedente generado por las actividades extractivas.
Además, se trata de un Estado compensador en los terrenos social y ambiental. Se convierte, de esa manera, en el protagonista de una tensión: por un lado, cede ante el capital; por otro, trata de contenerlo. Gudynas no olvida el anclaje democrático de estos gobiernos y señala que este afán por no convertir al Estado en un mero apéndice de los intereses empresarios se da “por razones más mundanas, como reproducir la adhesión ciudadana electoral”.
Contradicciones y matices
La visión de Gudynas permite apreciar algunos claroscuros de la relación entre los gobiernos progresistas latinoamericanos y los recursos naturales. Y comprender también por qué la mayoría de estas experiencias políticas enfrentan a oposiciones dobles. Por un lado, coaliciones más o menos vigorosas que incluyen a políticos tradicionales e importantes empresarios –entre ellos los de medios de comunicación– por derecha. Y, por otro, agrupaciones de menor volumen pero persistentes que incluyen a organizaciones sociales y una dirigencia política más nueva y que despliega reclamos por izquierda.
Estos últimos sectores se oponen a que el Estado avale las actividades extractivas. De todos modos, cuando estas posiciones políticas llegan tanto a la arena política local como nacional suelen presentarse sin los matices que marcan las diferencias entre el extractivismo de viejo cuño y los esquemas actuales. En el reclamo, las actividades productoras de commodities son presentadas como una continuidad directa de los enclaves desarrollados hace décadas por compañías como la United Fruit así como del neoliberalismo financiero de los 90. Así, por ejemplo, se critica la acción de grandes corporaciones transnacionales, aunque éstas muchas veces no provienen, como en las oleadas imperialistas del siglo XIX y principios del XX, de los países centrales, sino de China o incluso del vecino Brasil. ¿Esa procedencia tiene vinculación con la idea de los gobiernos progresistas de la región de lograr acuerdos económicos que posicionen a los Estados de manera más beneficiosa que en otras épocas? ¿Permite a su vez generar negociaciones más directas, rápidas o algo menos asimétricas cuando aparecen entredichos? Luego de que la compañía minera brasileña Vale –la segunda más importante del mundo– anunciara el retiro de sus inversiones de una mina de potasio en Argentina, una cumbre entre las presidentas Cristina Kirchner y Dilma Rousseff permitió destrabar aspectos importantes del conflicto, como las indemnizaciones a los trabajadores, aunque no logró evitar que la compañía se retirara del proyecto.
Otro matiz del caso sudamericano reside en el hecho de que las economías más grandes, complejas y que generan mayor valor agregado no se privan de avanzar en actividades extractivas. ¿Extractivismo es entonces sinónimo directo de atraso? El propio Gudynas recuerda que Brasil se ha convertido en el mayor productor minero del continente: extrajo 410 millones de toneladas de sus principales minerales en 2011, mientras que todos los demás países sudamericanos produjeron poco más de 147 millones (3). En otras palabras, Brasil extrae casi el triple que la suma de todos los demás países de la región que cuentan con minería de relevancia. Así el país se primariza aunque, habría que agregar, en un contexto en el que no deja de ser la mayor locomotora industrial del continente.
Argentina
Cuando se analiza el caso argentino aparecen más matices. El cuestionamiento al extractivismo minero como consigna política nacional adquirió fuerza en el debate electoral no tanto en las provincias andinas, donde se han registrado conflictos sociales e incluso acciones represivas por parte de las policías locales, sino en Buenos Aires. Esta lejanía complica una articulación entre la política nacional y los movimientos de protesta locales –en un contexto donde los oficialismos provinciales obtienen importantes niveles de apoyo– ante las situaciones concretas de amenaza al medio ambiente.
Pero a la vez los sectores opuestos al extractivismo oscilan entre un cuestionamiento a la producción y exportación de commodities en general y la crítica puntual al modo de apropiación de la renta de esas actividades. De esta forma, por ejemplo, el diputado Pino Solanas apoyó la nacionalización de la petrolera YPF, aunque ahora la empresa se encamina a impulsar la explotación de hidrocarburos no convencionales, una actividad muy cuestionada por los ambientalistas. Si bien era conocida la estrategia de la mayor compañía energética nacional respecto de la explotación del yacimiento de Vaca Muerta, otro aliado de Solanas, el también diputado nacional por la Capital Claudio Lozano, acompañó con su voto la estatización de la empresa, pero durante una reciente visita a Neuquén definió al fracking, el método utilizado en los yacimientos no convencionales, como “una experiencia de destrucción ambiental”.
En ese marco, resulta notorio que los grandes cambios en la legislación para favorecer a los emprendimientos mineros privados se desarrollaran bajo una concepción extractivista clásica durante la década del 90, en un momento en que la participación del sector en la economía aún era muy marginal. Las regulaciones que se aplicaron luego de la crisis de 2001 no alteraron de manera contundente el funcionamiento del negocio, pero no es menos cierto que fue en esta época cuando el Estado comenzó a ganar presencia en estas actividades. En 2002 se aplicaron retenciones a las exportaciones –inicialmente del 5%, luego del 10%– a aquellos proyectos que se iniciaran desde aquel momento (4). En 2007, el gobierno impuso retenciones de entre el 5 y el 10 % a las explotaciones iniciadas con anterioridad a 2002, a partir de lo cual algunas compañías le iniciaron juicios al Estado. En 2010, en tanto, se aprobó la Ley de Glaciares, que en un primer momento fue vetada pero que luego fue sancionada nuevamente por el Congreso e impone límites a las compañías mineras. En marzo de 2013 científicos del CONICET presentaron los primeros informes correspondientes al Inventario Nacional de Glaciares estipulado por esa norma.
También el año pasado, luego de un conflicto social protagonizado por habitantes de la localidad riojana de Famatina que incluyó la represión por parte de la policía local, el gobierno nacional impulsó el Acuerdo Federal para el Desarrollo Minero, del que participaron los gobernadores de las provincias con recursos minerales. La iniciativa promueve una mayor participación de los estados provinciales en la renta generada por la actividad. Se hace explícita “la captación de fondos provenientes de la actividad minera, destinados a obras de infraestructura de desarrollo social que signifiquen un mejor reparto de la renta”. El documento habla también de “maximizar los recursos de las rentas de las operaciones productivas, en la búsqueda de la sostenibilidad social y económica y la sustentabilidad ambiental”.
En forma paralela, las tensiones que el gobierno argentino protagonizó con sectores productores y exportadores de commodities son innegables. Si así no fuera, ¿cómo habría que entender la batalla política que libró el kirchnerismo por aplicar retenciones móviles a las exportaciones en 2008? Además, en un contexto donde no se había revertido durante los últimos años la presencia de compañías extranjeras en sectores clave de la economía, la Casa Rosada impulsó en 2012 la nacionalización de la mayor empresa privada del país, la petrolera YPF. Para sumar más complejidades, es notorio que buena parte de la presencia en el debate público nacional de los planteos contra la minería metalífera a cielo abierto –ciertamente cuestionable en términos económicos y ambientales– proviene del impulso del grupo Clarín, duramente enfrentado con el gobierno por la aplicación de una norma que obliga a la desconcentración mediática. “Los entendemos, pero aquí hay un interés superior”, les dijeron directivos del grupo a lobbistas de las empresas mineras que cuestionaban la amplificación mediática de la resistencia social a la minería en La Rioja, apoyada por el gobierno provincial, alineado a su vez con el nacional.
Otra pregunta interesante es si el gobierno basa principalmente su pensamiento y concepción económicos en las actividades extractivas (a las que ciertamente no se ha opuesto). Llamaría la atención, si así fuera, que los principales referentes del empresariado sojero hablaran, como ocurre, de una “oportunidad histórica perdida”. Para esto hay que entender que ni la minería ni la producción agropecuaria fueron los sectores más dinámicos de la economía durante los últimos años. Entre 2003 y 2010 la construcción se expandió a una tasa anual acumulativa del 11,3%. A ella le siguió la industria, con un 7%. La producción agropecuaria se incrementó a una tasa del 3,9% (su expansión se había iniciado a mediados de la década del 90). A su vez, las producciones pesquera y minera, si bien crecieron en comparación con los 90, evidenciaron un menor dinamismo, con tasas inferiores a 1% anual acumulativo (5).
Visto desde otro punto de vista, las exportaciones argentinas –en un marco en el que la canasta de productos ofrecidos varió poco y donde las colocaciones externas relacionadas con el agro implican casi el 60%– pasaron de 29.938 millones de dólares en 2003 a 68.133 millones en 2010. Pese a este aumento, la contribución de las exportaciones al crecimiento de la demanda global registrada en ese período fue de apenas 9,6%. Como explica Martín Schorr, “el consumo doméstico, tanto público como privado, y la inversión, tuvieron un rol protagónico en términos de su contribución al crecimiento” (6). Este rasgo mercado-internista de la política económica ha sido criticado con dureza por sectores de la oposición –así como por empresarios vinculados a las actividades extractivas– que consideran que aísla a Argentina del mundo y a la vez recalienta la economía.
Desarrollo
Este panorama complejo y contradictorio no hace más que confirmar que los gobiernos progresistas de Sudamérica, para ganar autonomía y a la vez estabilidad política, económica y social, han buscado apartarse de algunos aspectos nocivos del anterior modelo neoliberal, aunque en un camino donde –como suele ocurrir en la política democrática– pueden rastrearse tanto rupturas como continuidades. Así, afirmar que cada experiencia nacional adopta la misma hoja de ruta para encarar la cuestión de la explotación de productos primarios suena no sólo inexacto sino también injusto. Y mucho más señalar que estamos ante una nueva vía neoliberal. Si así fuera, los gobiernos actuales no generarían el repudio que despiertan en algunos sectores del capital más concentrado. Las presiones y los reclamos sociales en cada uno de los territorios por el mantenimiento de la diversidad productiva, cultural y ambiental, las necesidades de acceso a fondos para financiar políticas que deriven en una reducción de las desigualdades y los complejos esquemas que los oficialismos actuales vayan encontrando para sostener sus mayorías electorales irán delineando los nuevos conflictos y acuerdos sobre el enfoque de desarrollo que se termine consolidando.
2. Eduardo Gudynas, “Estado compensador y nuevos extractivismos. Las ambivalencias del progresismo sudamericano”, Nueva Sociedad, Nº 237, Buenos Aires, enero-febrero de 2012.
3. Agencia Latinoamericana de Información (ALAI) http://www.alainet.org/active/63900&lang=es
4. Tolón Estarelles, “Situación actual de la minería en la Argentina”, Fundación Friedrich Ebert, AEDA, 2011.
6. Martín Schorr, “Argentina: ¿nuevo modelo o ‘viento de cola’? Una caracterización en clave comparativa”,Nueva Sociedad, Nº 237, enero-febrero de 2012.
* Politólogo. Coeditor del blog Artepolitica (www.artepolitica.com).
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
viernes, 21 de junio de 2013
La Sorpresa Brasileña
Monthly Review
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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Tal vez ninguna
guerra en la memoria reciente ha confundido tan a fondo a la izquierda
euro-atlántica como la guerra de la OTAN contra Libia. Presagiando lo
que ocurriría si los testaferros de EE.UU. realizaran un ataque contra
Siria, tanto la izquierda pro guerra como la izquierda antiguerra
comenzaron a llenar revistas electrónicas y periódicos con interminables
explicaciones y retorcidas justificaciones de por qué una pequeña
invasión, tal vez solo una “zona de exclusión aérea” estaría bien
mientras no se convirtiera en una intervención mayor. Abrieron la puerta
al imperialismo, en el entendimiento de que habría que vigilar con
mucho cuidado para asegurarse de que no se permitiría más de lo
necesario para realizar la misión. La ridiculez de esta postura quedó
clara cuando la OTAN expandió de inmediato su mandato y bombardeó gran
parte de Libia, haciéndola añicos con la ayuda de las milicias sobre el
terreno aceptadas como revolucionarias por los que deberían haber sabido
más sobre ellas. Y según Maximilian Forte podrían haberlo sabido si se
hubieran interesado.
Forte es antropólogo y lo que nos ofrece en Slouching Towards Sirte
[Arrastrándose hacia Sirte] es una etnografía de la cultura de EE.UU. y
forma en que posibilitó y contribuyó a la destrucción de Libia. También
es un estudio meticulosamente documentado en hipocresía: la de la elite
de EE.UU., de las clases dominantes del Golfo que últimamente han unido
su agenda directamente a la de EE.UU. y de los bombarderos liberales
que emergieron en el crisol de las guerras “humanitarias” de los años
noventa, sólo para reaparecer como animadores de la destrucción de otro
país árabe en 2011. Finalmente, es un estudio de la descomposición de
los principios contra la guerra de izquierdistas en EE.UU. y Europa,
muchos de los cuales, durante tanto tiempo, sustentaron una obsesión
sobre los rebeldes confusos cuya dirigencia al comienzo estiró la mano
hacia imperio estadounidense, dispuestas a pagar cualquier precio
–incluida la propia Libia– para eliminar a un líder bajo el cual ya no
estaban dispuestos a vivir.
Forte comienza describiendo
Sirte, el emblema del nuevo Estado que Gadafi –y casi literalmente
Gadafi– había construido con el torrente de petrodólares desde 1973 que
fluía a las arcas libias después de una serie de aumentos de precios en
los que el agresivo nacionalismo de recursos de Gadafi había jugado un
papel. Sirte era, en efecto, una segunda capital llena de edificios
nuevos y prodigada de beneficios del dinero que fluía en la nueva Libia.
Gadafi auspició numerosas convocatorias en esa ciudad, incluyendo
cumbres de la Organización para la Unidad Africana, una nueva red
panafricana en cuyo desarrollo jugó un papel importante. Sirte también
fue el lugar elegido por Gadafi para citar al director ejecutivo de
ConocoPhillips en 2008 para criticar la forma en que trataba los
contratos petroleros de la compañía en Libia.
Forte
convierte la suerte de Sirte en una parábola de la suerte de Libia
cuando cayó bajo Gadafi y con él. Por cierto, Sirte fue uno de los
sitios especialmente elegidos por las fuerzas rebeldes del Consejo
Nacional de Transición para sus ataques: Forte cita un reporte de AP que
señala que “Los residentes creen ahora que los combatientes de Misurata
destruyeron intencionalmente Sirte, más allá del daño colateral de los
combates”.
Forte se refiere a esa destrucción. Frante a
demasiados informes sobre el ataque a Libia que exageran de lejos el
acercamiento parcial entre Libia y EE.UU. en el interludio posterior a
la Guerra Global contra el Terror, Forte ve retrospectivamente la
actitud históricamente beligerante que EE.UU. había tenido hacia Libia,
especialmente bajo Reagan: bombardeándola repetidamente y derribando
cazas libios que defendían territorio libio en el Golfo de Sirte,
tratando de lograr que miembros de la Organización para la Unidad
Africana censuraran a Libia y luego imponiendo una serie de sanciones
contra el gobierno libio. Aunque muchas de las sanciones se acabaron
lenvantando, la estrecha alianza de EE.UU. con Arabia Saudí,
patrocinadora de los muyahidines que intentaron asesinar a Gadafi en
1996 continuó, contribuyendo a una fricción permanente entre el gobierno
de Libia y el de EE.UU.
La contribución de Forte en este
sentido es complicar el significado de palabras como “rebelión” y
“revolución” recitadas demasiado a menudo para invalidar el pensamiento
independiente. Su método es considerar la revuelta que ocurría en partes
de Libia y luego concentrarse en Sirte, el bastión de Gadafi, para ver
si la revuelta también tenía lugar allí. Al contrario, Forte establece
que el ataque de la OTAN/CNT (Consejo Nacional de Transición) contra
Sirte continuó durante meses antes de que los rebeldes finalmente
lograran apoderarse del control de la ciudad. Su ataque consistió de
bombardeos indiscriminados utilizando armamento pesado, un hecho que
Forte logra establecer utilizando informes en los medios dominantes
sobre la guerra civil.
Además, Forte logra aplicar
evidencia de que la OTAN cometió numerosos crímenes de guerra durante la
“liberación” de Sirte, y la evidencia que utiliza es impecable: las
declaraciones del comando de la OTAN y de varias organizaciones de
derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch,
mostrando evidencia de masacres de combatientes pro Gadafi capturados e
incluso de civiles. Aún más irrecusable es la cita de Georg Charpentier,
el Residente y Coordinador Humanitario de las Naciones Unidas para
Libia, quien pudo hablar en octubre de 2011 de la “liberación de Bani
Walid y de Sirte en Octubre” y, en otra nota, de que “Hay que
rehabilitar, reconstruir y reactivar la infraestructura pública,
viviendas, instalaciones de educación y de salud. También hay que
alentar intensos y concentrados esfuerzos de reconciliación”-
Éstas
y docenas de citas semejantes demuestran que la OTAN sabía lo que
estaba haciendo al intervenir a favor de un bando en una guerra civil,
ya que la “reconciliación” solo es necesaria cuando hay dos lados, y al
elevar a uno de ellos a angelicales revolucionarios se está creando la
base para legitimar la destrucción generalizada del otro.
Otro
punto importante del libro es el informe de Forte de los dobles raseros
usados no solo por los Estados occidentales y las organizaciones de
derechos humanos, sino también, tal vez especialmente, por Al Jazeera
y sus informes exagerados, por no decir amañados, de atrocidades y
particularmente su forma de incitar al odio racial a los libios negros.
Forte
también demuestra claramente que Gadafi tenía lo que ahora se denomina
desdeñosamente “base social” – como si el Estado moderno fuera
simplemente un sindicato del crimen en lugar de estar estrechamente
integrado en la reproducción social. El hecho de que algunas corrientes
dominantes de la izquierda socialista euro-atlántica evitaran esos temas
condujo a una situación en la que muchos ya no parecen capaces de
distinguir entre disturbios, revueltas, y revoluciones.
¿Entonces
cómo se ocupó la OTAN de la intervención? ¿Y cómo aprovechó las
vulnerabilidades del régimen libio? Sobre estos temas Forte parece dar
algunos traspiés. Escribe sobre las mejora obvias en el bienestar
social, bajo un contrato social rentista populista, y vincula esas
mejoras con el gobierno. Pero en este caso habría sido útil profundizar
un poco en la literatura académica, libros cómo los de Ruth First o Dirk
Vandewalle. Mientras los estándares de vida mejoraban y la riqueza del
petróleo pasaba a manos del pueblo libio –por lo menos en parte– la
deliberada “falta de Estado” del gobierno de Gadafi había creado una
situación en la que el Estado estaba materialmente incrustado en la
sociedad, pero los vínculos entre ambos eran de un carácter social más
que cívico. La ausencia de ley y la enajenación prevalecieron bajo
Gadafi durante sus últimos años, y los que vivían bajo su gobierno
sentían cada vez más que no eran los dueños de su país. Creció un
legítimo descontento.
Con el advenimiento de la Primavera
Árabe, ese descontento encontró una salida: la revuelta. En este punto
Forte se mueve en terreno más seguro. Haciendo caso omiso de narrativas
de una “revuelta pacífica”, militarizada solo cómo una reacción renuente
al salvajismo del Estado, establece que la revuelta se militarizó
prácticamente desde el comienzo, con un ataque a un cuartel militar
libio. Forte documenta que la derecha del régimen estaba claramente
preparada para ejecutar un golpe de Estado contra Gadafi, con la ayuda
abierta de Francia, EE.UU. y especialmente Qatar, que envió fuerzas
especiales, aviones y cañoneras para asegurar su rápido derrocamiento.
Forte va más lejos que la mayoría de los analistas del golpe de Estado libio, pero al mismo tiempo no lo suficiente. Al Jazeera,
la estación de televisión del Emir de Qatar y desde el principio
bautizada como "voz de la Primavera Árabe", comenzó a informar de
“masacres” cometidas por “mercenarios negros” en Libia, desde el 17 y 18
de febrero de 2011. Sus fuentes solían ser activistas anónimos de
Bengasi y otros sitios, un guión que se ha vuelto a utilizar después en
Siria, donde los artículos de Al Jazeera están tan literalmente
plagados de “dicen los activistas” hasta el punto de que casi todo lo
que dice el artículo es lo que dijeron los activistas. Gran parte de ese
tipo de argucias han pasado desapercibidas a gran parte de la
izquierda, y por ese motivo el informe de Forte está lleno de desdén por
su credulidad ante la propaganda de la oposición.
Además
Forte cumple una excelente tarea al discutir en conjunto las razones por
las cuales Gadafi nunca fue del gusto de EE.UU.: su quisquillosidad
respecto a las inversiones estadounidenses, su liderazgo en África, su
apoyo al Congreso Nacional Africano y su resuelta hostilidad hacia el
AFRICOM y las bases de EE.UU. en suelo africano. Se ha exagerado
demasiado la importancia de la aproximación de Gadafi a EE.UU. después
de 2004. Lo que se olvida es que EE.UU. mantiene su hostilidad hacia
cualquier régimen de capitalismo de Estado que no esté plenamente
integrado y sea servil con el sistema global estadounidense respecto al
libre flujo de capitales y la política exterior. En ambos aspectos
Gadafi no pasó la prueba. La Heritage Foundation, que informa de lo que
importa a la gente importante, estableció que Irán, Libia y Siria han
sido los países "más reprimidos económicamente” en la región, es decir
los menos abiertos a la inversión estadounidense y que apoyan demasiado a
menudo a los movimientos de resistencia palestinos, rechazando la
normalización con Israel, ayudando al ala izquierda de Fatah y otras
conductas recalcitrantes que los imperialistas estadounidenses nunca
perdonaron.
Libia ofrece una oportunidad de revisar
las teorías dominantes del imperialismo, el papel de los intereses
capitalistas occidentales respecto a los Estados capitalistas, incluso
los que implementan programas económicos neoliberales o debilitan sus
sectores industriales o agrícolas internos. Lo que esas teorías no
consideran es la resuelta hostilidad del Estado y de la clase dominante a
cualquier liderazgo exterior que aparentemente realice un proyecto
nacional.
Una debilidad del libro de Forte es que aunque
es izquierdista no es marxista. De modo que se pierde una ocasión de
pensar en las formas en las cuales las transformaciones sociales
positivas realizadas bajo el gobierno de Gadafi también tuvieron el
efecto de contribuir a la caída de Libia, porque al carecer de una
revolución dentro de la Revolución Verde hubo un contragolpe de la
derecha del régimen contra el golpe de Estado populista con el que
Gadafi llegó al poder. La izquierda tiene que comprender los beneficios
de los regímenes populistas y los límites que imponen. El objetivo es
comprender qué tipos de movimientos de oposición pueden aparecer capaces
de defender los beneficios de gobiernos previos –y también con
profundas fallas– mientras simultáneamente avanzan con ellos hacia
horizontes ulteriores. Pero estos son problemas teóricos y políticos que
existían antes de la destrucción de Libia y que seguirán existiendo
después. Forte ha hecho una importante contribución al conocimiento de
este sórdido evento de la izquierda euro-atlántica, una contribución que
debería figurar en la biblioteca de cualquiera que tenga interés y
preocupación con respecto a la destrucción de Libia y que trate de
comprender de modo más exhaustivo los próximos objetivos del imperio.
Max Ajl estudia sociología del desarrollo en Cornell, es coeditor de Jadaliyya y editor colaborador en Jacobin. Participa activamente en el trabajo de solidaridad con Palestina y está en Twitter @maxajl. Su libro se titula Slouching Towards Sirte (Montreal: Baraka Books, 2012), 341 páginas, 27.95 dólares, en rústica.
Fuente: http://monthlyreview.org/2013/04/01/the-fall-of-libya
jueves, 20 de junio de 2013
El Barón Rampante
El Barón Rampante es un libro escrito por el autor italiano Italo Calvino en 1957 y es una de las novelas mas importantes de la literatura italiana del siglo XX.
Calvino dijo que : "Una persona se fija voluntariamente una díficil regla y la sigue hasta sus últimas consecuencias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí no para los otros". Para él ese es el verdadero tema narrativo de la obra
Título: El barón rampante (Il barone rampante)
Autor: Italo Calvino
Editorial: Siruela
Colección: Biblioteca Calvino
Año: 1957
Año de edición: 1998
Ciudad: Siena
Número de páginas: 263
Sinopsis
Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondó, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la hija de los marqueses de Ondarivia y le anuncio su propósito de no bajar nunca de los arboles. Desde entonces y hasta el final de su vida, Cosimo permanece fiel a una disciplina que el mismo se ha impuesto. La acción fantástica transcurre en el siglo XVII y en los albores del XIX. Cosimo participa tanto en la revolución francesa como en las invasiones napoleónicas, pero sin abandonar nunca esa distancia necesaria que le permite estar dentro y fuera de las cosas al mismo tiempo.
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